
“Dejé todo a la mitad
Nada en su sitioLas impresiones rotas
Dejé armas sin cargar
Ropa tendidaDe par en par la puerta de salida
Hay una vida tras tus ojos
Que yo no he sabido interpretarSi alguna vez me ha dado por faltarle a la verdad
Que no es mentira, es más superficial
Era parte del juegoMejor dejar las cosas como están
Mejor si no nos vemos”(“Inestable”, Marazu).
Lucía tardó cinco minutos en presentarse en la ubicación que le había dicho con un paquete de Kleenex. Me abracé a ella llorando.
No me preguntó nada salvo un: “¿qué quieres hacer?”
“Pasear y fumarme un cigarro”, respondí impulsivamente.
Le faltó tiempo para liarme uno de sus mentolados.
Ella había tenido un día malo, pero entre nosotras siempre priorizamos la urgencia. Se limitó a llorar conmigo en El Paseo del Prado y a cogerme de la mano, un lugar donde me enamoré del anterior y por el que no pude pasar al menos en un año, también donde Paul me llevó en volandas el primer día que nos conocimos, diciendo frases sin sentido, como que íbamos a tener tres hijas y que el fin del mundo nos pillaría en la selva hasta arriba de ayahuasca.
Allí fue donde pude abrazar a mi amiga. Lo único que me reconfortó un poco fue tenerla cerca. Solo me repetía: “qué valiente eres, Pichu”, así me llama ella cariñosamente.
No me había dado cuenta de ese detalle.
Hacía cinco minutos que había salido inmediatamente de la casa de alguien a quien no iba a volver a ver, a besar, a hablar, con quien no iba a tener un futuro ni un presente. Alguien con quien hacía media hora estaba tocando ese séptimo cielo. Me había ido de ahí, yo antes nunca me iba. Y estaba destrozada, como quien se quita una banda de cera depilatoria con muchísimo pelo. Nada de tiritas: pelo duro y enquistado.
Paul era alguien a quien no quería salvar. Me di cuenta de que a la única persona que estaba salvando era a mí misma, por primera vez. Que estaba retirando a tiempo mi esperanza, mis ganas de compartir algo que pudiera trascender, mi cariño en alguien que me admirase por ser fuerte, que no se hiciera pequeño por todo aquello bueno que me hacía ser quien era y que me había costado llegar a ser.
Paul era un gran tipo en una etapa mala de su vida. Fue su error abrirme las puertas de su casa en obras, fue el mío querer entrar y poner un colchón en el suelo y dormir con él debajo de las goteras. No tenía sentido, ni lo que él hizo ni lo que hice yo. Lo hicimos mal, los dos. Ahora sé que esa labor no era la base para un amor sano, que no se puede formar algo entre baldosas inestables, que las herramientas no las puedes llevar solo tú y que existen los obreros por algo. Que no era mi papel ser Dios y que no necesitaba que un francés me quisiera, que ya me quiere mucho mi madre. Que su montaña rusa me iba a arrastrar con él y que todo ese mundo que me había costado tanto tiempo construir, se iba a venir abajo de un plumazo si me quedaba más tiempo ahí.
Mi/el francés necesitaba ayuda, como yo en su momento la necesité, encontrar la paz entre su propia guerra, salir victorioso, coger mil aviones y equivocarse. Paul tenía que hacer lo que quisiera, con el mismo derecho de vivir su aventura como yo de querer vivir la mía. Estuvimos de paso en la vida del otro, nos dejamos un buen poso, canciones, risas y un montón de tercios a medias.
Fue un amour fou, una historia que me había dejado desnuda ante alguien, algo que quería volver a sentir. Un espejo que me mostró con certeza que me había reconstruido, que seguía siendo humana, que seguía queriendo querer, pese a los daños. Que continuaba sintiendo miedo, pero que este no me paralizaba. Que seguía tropezándome con otras piedras y que lo seguiré haciendo siempre.
Que las ganas de intentar las cosas podrán más.
Vivimos una historia imperfectamente perfecta que duró lo que tuvo que durar. Que el problema no fue Yemen, ni la ansiedad, ni tampoco la falta de conversaciones delante de cafés. Que se intentó todo hasta que perdió el sentido quedarse más. Que los dos quisimos algo por encima de nuestras propias posibilidades, y que está bien darse cuenta.
Que, por un momento, subimos juntos al séptimo cielo y nos hicimos la vida un poquito mejor.
Lo que importa es que supimos también decirnos adiós a tiempo y ser agradecidos.
“He sentido muchas cosas, Lu, sigo viva”
“Y, cariño, has tenido un novio francés”
Hasta siempre, Paul.
FIN
Este, sin duda, es mi capítulo favorito. La vida está hecha para los valientes, y siempre seré tu ambulancia. Te quiero.