Dedicada a Lu y a su derecho a estar triste, incluso siendo luz.
Asocio escribir a un ritual que viene acompañado de inspiración que llega al terminar de leer un buen libro o pegar un frenazo que me hace pensar, cuando ambas cosas ocurren al mismo tiempo: es el momento perfecto para hacerlo. Me abro una Estrella de Galicia (la única que quedaba, no entendía por qué G. estaba tomando tinto de verano, cuando él prefiere mil veces la cerveza; sólo quedaba una) y me enciendo un pitillo de liar, avainillado, fatal por mi parte, pero me encanta.
34 años he cumplido y no sé por qué lloro al escribir esta entradilla, que no es para tanto. Puede ser porque llevo meses sin sentarme a teclear. Creo que es por eso, un frenazo de los buenos –escribir– para pensar y poner ideas en letras. Si no me emociono al hacerlo, pienso que te llega mal, igual es absurdo pero así lo siento. Si no me río, lloro o me hace sentir algo al releerlo, algo falla.
“Recuerda por qué empezaste”, este mensaje está escrito en la tarjetita que daba Lucía Benavente al cerrar su tienda, Lucía Be. Lo tengo encima de mi mesa y hoy pienso por qué empecé a escribir y por qué he estado meses sin hacerlo. Coño, vulnerabilidad: divino tesoro. Ser vulnerable y defenderlo. “Te expones demasiado”, me dicen”, “no me avergüenzo en absoluto”, respondo. Ese es el origen de todo.
Hablar de la sensibilidad, percibirla y, por mi forma de ser, la lección que me da pararme a hacer ese ejercicio, resulta terapéutica.
La vida va deprisa, o creo que soy yo la que la está viviendo deprisa, por eso a veces olvido hacer las cosas que realmente me encantan y más me vale reaccionar a tiempo.
Es la noche de mi cumpleaños y G. recapitula todo lo que nos ha pasado en poco menos de un año: nosotros, Donete que también es parte de él, cambios de trabajo y clientes que vienen y van. Todo ha sido en un abrir y cerrar de ojos: “cómo pasa el tiempo, nena, qué miedo”.
Qué miedo, sí. Defiendo mi teoría de que, hasta cierta edad o momento y con mucha suerte y normalidad, en el mejor de los sentidos; la vida parece tan estática que simula ser eterna por un rato: tus padres, tus abuelos, tus amigos: todo está más o menos en el mismo sitio. Aquello que te pasa no tiene mucho que ver con decisiones demasiado trascendentales. Todo se queda un tiempo largo en el mismo sitio y la responsabilidad no tiene una idea muy definida en tu cabeza, lo que seguro que no tiene es una puesta en práctica ni nada que se le parezca.
Cuando supero los treinta, me meto en mi papel de adulta y tapo a la niña que sólo sale ante la sorpresa, el amor y la fiebre, como dice Jesús Montiel en “Lo que no se ve”.
Este libro llega a mis manos desde Inglaterra, donde mi amiga Rocío se acuerda de mí todavía y escribe en un papelito de Amazon: “Qué suerte haber tenido abuelos que nos quisieran tanto”.
Freno en seco y rompo a llorar. No sé si desde el amor o la sorpresa, una de las dos era, porque no tenía fiebre.
Devoro el libro, lloro a mares, con mocos y servilletas húmedas al lado. G. se sienta conmigo y me lo lee, porque lo intento yo, pero no soy capaz. A él no le incomoda que llore. Qué importante es tener un compañero que te deje ser, sin tener que taparte nunca ante lo que te sale a borbotones: la risa, el llanto, el enfado o el rubor.
Lo leo y me acuerdo de un capítulo de This is Us cuando Rebeca Pearson se pone a llorar amargamente ante el nacimiento de su primera nieta. Dice algo así como que “todo lo bueno que te pasa después de un momento determinado, tiene también un tinte de tristeza”.
Recuerdo también a mi querido Marazu que canta:
“Habrá un momento clave, en un lugar cualquiera, después nada es grave, por mucho que se pierda”
Todos tenemos ese momento clave en la vida (puede que esté por llegar), yo al menos, sé perfectamente cuándo la vida fue un después de.
También pienso en esa nostalgia anticipada, puede ser ansiedad vital o, si has navegado un poco y ves lo rápido que va el barco, visualizas los siguientes capítulos con su fugacidad atribuida. No creo que sea malo ser consciente de eso, quizás te impulsa a atesorar muy fuerte todo lo que tienes, sabiendo que no es eterno y por eso vale tantísimo.
He luchado mucho tiempo ante la idea de que la felicidad tenía que ser absoluta, fingiendo y forzando una única y total porque: la vida tiene que seguir. Como si no tuviéramos derecho a la nostalgia y como si esta no pudiera ser compatible con ser feliz.
Y, es cierto, la vida tiene que seguir, pero sin ignorar las piezas que hemos perdido, reflexiono ahora. Creo que aceptar esa sensación agridulce de ese puzle incompleto: ese sistema de bolas de colores, como en Inside Out, que ya no presentan tonalidades absolutamente sólidas, sino que algunos recuerdos tienen un lado alegre y un poquito triste, es totalmente humano. Creo que a mi madre le pasa mucho eso.
Me he sentido mal durante los últimos años por pretender que esas bolas sólo fueran de un color amarillo luminoso, porque teñirlas de tristeza, hacía que me considerase una desagradecida por no valorar el momento presente.
Indagando en esta idea, me doy cuenta de que nada tiene que ver ser realista con sentirse profundamente agradecido.
Pero, a veces, ciertas cosas buenas que te pasan, tienen un regusto agridulce, como bien decía Rebeca. Y aceptar que ocurrirá así, me da paz ante lo que venga por delante. Cada vez creo más en la idea de los matices: pocos blancos y negros en cuanto a lo que sentimos, creo.
Como dice Jesús Montiel: “cada llave es, a su vez, una cárcel”. Y puedo poner mil ejemplos hipotéticamente futuros que podría llegar a vivir que lo serían. El día que me case con el amor de mi vida y no me acompañe mi abuelo del brazo. El día que nazca mi primer hijo y no tenga un abuelo materno, por ejemplo.
“Es así y no pasa nada, convivir con esas bolas de colores duales, aceptar que son parte de lo que soy, me libera de carga”, me digo y me tranquiliza. Me permiten ser quien soy con toda mi historia y las consecuencias de lo vivido.
Me da paz esta idea. Al preguntarme internamente por qué estudio psicología, pienso mucho en esa palabra: paz. ¿Me creo superior porque pienso que puedo ayudar a alguien que psicológicamente lo necesite? No. ¿Por qué quiero ser psicóloga? Porque quiero tener las herramientas profesionales necesarias para ayudar a los demás a vivir en paz y a entender cosas. Se habla poco del sufrimiento, en general, la sociedad es tristofóbica. Pero sufrimos un huevo, todos.
Paz: ese estado tan buscado y valorado. Ese lugar en el mundo que no se ve con los ojos pero que lo rige todo: aquel sitio donde el corazón está tranquilo, aún teniendo problemas. Eso de estar o.k. con la vida, aunque estén las cosas medio regular o fetén.
Recuerdo la máxima de mi abuelo: “tu felicidad es innegociable”.
Entro en los 34 con paz, agradecida, nostálgica, llorosa y feliz.
Siento todo eso y no me escondo.
Y a ver si putoescribo más, que ya me vale.
Amigue ❤️
Acabo de dar con tu newsletter, me da paz y me reconforta leerte. Gracias por compartirlo.